miércoles, 6 de octubre de 2010

Consigue un traje espacial

Hola.

Sé que puede parecer un poco cara pero este pasaje del “Consigue un traje espacial, viajarás” de Robert A. Heinlein (sí, el de Tropas del espacio) me ha parecido tan descriptivo de lo que es un traje de astronauta que lo he troceado en pequeños capítulos para digerirlos mejor.

DESCRIPCIÓN:

Un traje espacial es un maravilloso artilugio mecánico, una pequeña estación espacial miniaturizada. El mío consistía en un casco cromado y una pieza en forma de yugo que se apoyaba sobre los hombros y continuaba en un cuerpo de silicona, amianto y tela de fibra de vidrio. Este cuerpo era rígido, a excepción de las junturas, que eran del mismo material pero «de volumen constante»: cuando doblas una rodilla, una estructura en forma de fuelle aumenta el volumen sobre la cazoleta de la rodilla en la misma cantidad que se comprime su espacio posterior. Sin esto, un hombre no sería capaz de moverse; la presión en el interior, que puede ascender hasta algunas toneladas, lo mantendría rígido como una estatua. Estos compensadores de volumen estaban recubiertos por unos refuerzos de duraluminio; incluso las junturas de los dedos tenían unas placas pequeñas de duraluminio sobre los nudillos.

Tenía un pesado cinturón de fibra de vidrio con soportes para sujetar las herramientas, y estaba provisto de correas para hacer los ajustes correspondientes a la altura y al peso. Había una mochila, ahora vacía, para las botellas de aire, y bolsillos interiores y exteriores con cierres de cremallera para llevar las baterías y otras cosas parecidas. El casco se desplazaba hacia atrás, llevando con él una pieza pectoral que salía del yugo de los hombros. La parte frontal se abría mediante dos cierres herméticos de cremallera, lo que dejaba una puerta por donde retorcerse hasta meterse dentro. Con el casco asegurado y las cremalleras cerradas era imposible abrir el traje si había presión en su interior. Unos interruptores iban montados en el yugo de los hombros y en el casco; el casco era monstruoso. Contenía un depósito de agua para beber, suministradores de píldoras, seis a cada lado, una placa de mentón en la derecha para cambiar la radio de «recepción» a «emisión», otra en la izquierda para aumentar o disminuir el flujo de aire, un polarizador automático para las lentes frontales, micrófono y auriculares, espacio para los circuitos de la radio en un bulto en la parte posterior de la cabeza, y un cuadro de instrumentos en forma de arco sobre la cabeza. Los diales de los instrumentos iban al revés porque en un espejo interior colocado delante de la frente del viajero espacial eran reflejados hasta una distancia aparente de los ojos de unos treinta y cinco centímetros. Sobre la lente, o ventana, había un par de faros gemelos. Encima llevaba dos antenas: una en punta para la transmisión y otra en forma de bocina que emitía microondas como una ametralladora y que se podía dirigir con sólo ponerse en la dirección de la estación receptora. La antena de la bocina estaba blindada excepto en su extremo abierto. Esto lo hacía parecer tan atiborrado como el bolso de una mujer, pero todo era hermosamente compacto; tu cabeza no tocaba nada cuando mirabas a través de la lente. Pero podías echar la cabeza hacia atrás y ver los instrumentos reflejados, o inclinarla hacia adelante para operar con los controles de mentón, o simplemente girar el cuello para alcanzar la tetilla del agua o las píldoras. En todo el espacio sobrante había un acolchado de gomaespuma para evitar que la cabeza se golpeara, pasara lo que pasara. Mi traje era como un coche de lujo, el casco como un reloj suizo. Pero faltaban las botellas de aire; lo mismo sucedía con el equipo de radio, sólo quedaban las antenas; el haz de radar y la pantalla del radar de emergencia habían desaparecido, los bolsillos interiores y exteriores estaban vacíos, y en el cinturón no había herramienta alguna. El manual explicaba lo que debería haber, pero era como un coche medio desguazado. Decidí que no tenía más remedio que hacerlo funcionar correctamente. Primero lo lavé completamente con Clorex para eliminar el olor a tigre enjaulado. Luego me ocupé del sistema de aire.

EL AIRE:

Fue muy conveniente el que hubieran incluido aquel manual; la mayor parte de las cosas que yo creía saber sobre los trajes espaciales no eran ciertas. Un hombre utiliza diariamente casi un kilo y medio de aire: kilos masa, no kilos por centímetro cuadrado. Podríamos suponer que un hombre podría transportar oxígeno para todo un mes, especialmente en el espacio, donde la masa no tiene peso, o en la Luna donde un kilo y medio masa sólo pesa un cuarto de kilo. Bien, esto es correcto para las estaciones espaciales, o los barcos, o los hombres-rana: hacen pasar el aire a través de lechada de cal para eliminar el anhídrido carbónico y volverlo a respirar. Pero no es así en los trajes espaciales.

EL FRÍO: (esto le interesará a quién se acuerde de esta entrada)

Incluso hoy, la gente habla del «terrible frío del espacio exterior» pero el espacio es el vacío, y si el vacío fuera frío, ¿cómo podría un recipiente termo conservar caliente el café? El vacío es nada, no tiene temperatura, únicamente aísla. Unas tres cuartas partes de los alimentos que tomamos se convierten en calor, lo que es mucho calor, y bastaría para fundir cada día más de veinte kilos de hielo. Parece exagerado ¿verdad? Pero cuando tenemos un fuego rugiente en el horno, estamos enfriando nuestro cuerpo; incluso en invierno mantenemos las habitaciones unos 15 grados por debajo de la temperatura de nuestro cuerpo. Guando graduamos el termostato de la calefacción, estamos escogiendo una velocidad de enfriamiento más confortable. Nuestro cuerpo produce tanto calor que debemos desprendernos de él, exactamente como hemos de enfriar el motor de un automóvil. Desde luego, si lo hacemos demasiado aprisa, digamos por ejemplo en una ventisca por debajo de cero grados, podemos quedar congelados, pero el problema usual en un traje espacial es evitar el resultar hervido como una langosta. Se tiene el vacío por todos lados y resulta difícil desprenderse del calor. Una parte se va por radiación, pero no la suficiente, y si se está a la luz del sol, se recoge más calor del que se radia. Por este motivo las naves espaciales se pulen como espejos.

¿Entonces, qué podemos hacer?

Bien, no podemos llevar, bloques de veinte kilos de hielo. Nos deshacemos del calor utilizando los mismos procedimientos que usamos en la Tierra: por convección y por evaporación. Mantenemos el aire en circulación sobre nosotros para que el sudor se evapore y nos enfríe. Oh, aprenderán a construir trajes espaciales que puedan reciclar el aire tal como ocurre en las naves espaciales, pero hoy por hoy, el sistema más práctico es dejar que el aire utilizado escape del traje, arrastrando con él el sudor, el anhídrido carbónico, y el exceso de calor, malgastando con ello la mayor parte del oxígeno.

EL AIRE:

Existen otros problemas. El Kg. por centímetro cuadrado que hay a nuestro alrededor incluye una quinta parte (200 gramos por centímetro cuadrado) de presión de oxígeno. Nuestros pulmones pueden funcionar con menos de la mitad de esto, pero sólo un indio del altiplano andino puede sentirse cómodo con 140 gramos por centímetro cuadrado de presión parcial de oxígeno. En 70 gramos por centímetro cuadrado está el límite. Una presión inferior a ésta sería incapaz de hacer circular el oxígeno en la sangre. Esta es aproximadamente la presión en la cima del Everest. Mucha gente sufre de hipoxia (escasez de oxígeno) mucho antes de esto, por lo que lo mejor es usar más de 140. Con el oxígeno hay que mezclar un gas inerte porque el oxígeno puro puede producimos dolor de garganta, emborracharnos o llegar a provocarnos unos terribles calambres. No se debe usar nitrógeno (que es lo que hemos respirado durante toda nuestra vida) porque puede formar burbujas en la sangre si disminuyera la presión y dejarnos inválidos con la parálisis llamada «del buzo». Hay que utilizar el helio, que no causa este efecto; aunque dé un tono chirriante a nuestra voz ¿quién va a preocuparse por esto?

Se puede morir por falta de oxígeno, resultar envenenado por exceso de oxígeno, quedar inválido a causa del nitrógeno, ahogarse o resultar envenenado por el anhídrido carbónico, deshidratarse, o tener una fiebre mortal. Cuando terminé la lectura del manual no comprendía cómo alguien podía seguir vivo en alguna parte, y mucho menos dentro de un traje espacial.

Pero tenía frente a mí un traje que había protegido a un hombre en el espacio exterior, durante centenares de horas. Así es como se pueden vencer estos peligros: llevando botellas de acero en la espalda, cuyo contenido sea «aire» (oxígeno y helio) a ciento cincuenta atmósferas. Sale de ellas mediante una válvula de reducción que lo suministra a unas 10 atmósferas, a una segunda válvula de reducción, del tipo de «demanda» que lo suministra a medida que se consume y que mantiene la presión dentro del casco de modo que la presión parcial del oxígeno se mantenga en los 140 gramos por centímetro cuadrado. Si colocamos alrededor del cuello un collar de goma de silicona que tenga unos pequeños agujeros para que la presión en el cuerpo del traje sea inferior, el movimiento del aire se hará más rápido; entonces la evaporación y el enfriamiento serán mayores mientras que el esfuerzo para doblarlo será menor. Añádanse válvulas de escape, una en cada muñeca y en cada tobillo (que deberán dejar pasar tanto agua como gas porque el usuario puede estar bañado en sudor hasta los tobillos). Las botellas son grandes y poco elegantes, pesan casi treinta kilogramos y cada una contiene sólo unos 2 kilos masa de oxígeno a pesar de que se encuentre a tan alta presión; en vez del suministro para un mes, se tiene sólo el de unas pocas horas: Estaba previsto que mi traje sirviera para ocho horas con las botellas con que había estado equipado. Pero en él se podía estar seguro durante estas horas... si todo funcionaba bien. Se puede alargar este tiempo, porque uno no se muere demasiado aprisa por recalentarse y se puede resistir un exceso de anhídrido carbónico incluso por más tiempo... pero si se acaba el oxígeno uno se muere al cabo de siete minutos más o menos. Lo que nos deja donde empezamos: el oxígeno es necesario para mantenerse vivo. Para estar seguros de que estamos recibiendo suficiente cantidad de oxígeno (el olfato no lo indica) se engancha una pequeña fotocélula en la oreja para que vea el color de la sangre, el color rojo de la sangre mide el oxígeno que lleva. Se conecta a un galvanómetro. Si la aguja alcanza la zona de peligro, ya puedes empezar a rezar. Aproveché mi día de fiesta para ir a Springfield, con las conexiones de manguera del traje, y fui de compras. Escogí de segunda mano, en una tienda de soldadura, dos botellas de acero de setenta y cinco centímetros de largo, y me hice mal ver, por insistir en que se hiciera una prueba de presión. Las llevé a casa en el autobús, me apeé en el garaje de Pring y encargué que las llenaran a quince atmósferas. Mayores presiones, u oxígeno, o helio, podría conseguirlos en el aeropuerto de Springfield, pero todavía no los necesitaba. Cuando llegué a casa, cerré el traje y bombeé aire en su interior con una bomba de bicicleta hasta conseguir dos atmósferas absolutas, o sea una atmósfera relativa, lo que me proporcionó un ensayo con carga de casi cuatro veces las condiciones del espacio. Después me dediqué a las botellas. Era preciso que quedaran brillantes como un espejo, puesto que no podía permitir que recogieran el calor del sol. Limpié, rasqué y froté con un cepillo de alambres. Las pulí además como preparación para niquelarlas.

Al día siguiente por la mañana, Óscar El Hombre Mecánico, estaba en estado de revista.

El conseguir que aquel viejo traje fuera no sólo hermético para el aire, sino que también lo fuera para el helio, resultó el mayor de los dolores de cabeza. El aire no es malo, pero la molécula de helio es tan diminuta y tan ágil que escapa directamente a través del caucho corriente, y yo quería que aquella reparación quedara perfecta, y no solamente lo bastante bien como para actuar en casa, sino que estuviera en condiciones de hacerlo en el espacio. Las juntas estaban deterioradas y presentaban pequeñas fugas de localización casi imposible.

Tuve que obtener directamente de Goodyear unas juntas nuevas de caucho de silicona y pegamento y tela para parches ya que las tiendas de las ciudades pequeñas no comercian con estas cosas. Les mandé una carta explicando lo que quería y para qué lo quería, y ni siquiera me las cobraron. Además me enviaron algunas fotocopias ampliando las explicaciones del manual.

A pesar de todo, no resultó fácil. Pero por fin llegó el día en que Óscar quedó lleno de helio a dos atmósferas absolutas.

Al cabo de una semana, se mantenía tan estanco como un neumático de seis telas.

Aquel día me vestí con Óscar como un medio ambiente auto-suficiente. Ya lo había llevado varias horas sin el casco, trabajando en el taller, manejando las herramientas con la dificultad que representaban los guantes, colocando correctamente las regulaciones para la altura y talla. Fue como si estrenara unos patines de hielo nuevos, y al cabo de poco tiempo ya casi no me daba cuenta de que lo llevaba puesto. Hasta en una ocasión fui a cenar revestido con él. Papá no dijo nada, y mamá tuvo el tacto social de un embajador; descubrí mi despiste al desplegar la servilleta.

En aquella ocasión, dejé escapar el helio en la atmósfera, monté las botellas cargadas con aire y me vestí completamente. Luego enclavé el casco y accioné los cierres de seguridad.

El aire silbó suavemente dentro del casco, su fluir estaba regulado por la válvula de demanda que se accionaba por la dilatación y la contracción de mi pecho. Podía graduarla a una velocidad mayor o menor mediante el control de mentón. Así lo hice, vigilando el indicador cuya imagen aparecía en el espejo, dejándolo subir hasta que tuve una presión absoluta de una atmósfera y un tercio en el interior. Esto me daba un tercio de atmósfera más que la presión que había en el exterior del traje, que era lo más cerca que podía lograr de las condiciones del espacio, sin estar en el espacio. Pude notar que el traje se inflaba y sus articulaciones dejaron de ser flojas y fáciles. Nivelé el ciclo a un diferencial de un tercio de atmósfera e intenté desplazarme.

LA PRUEBA:

Equipado completamente, con las botellas en mi espalda, pesaba más del doble de lo que pesaba desnudo. Además de esto, a pesar de que las articulaciones eran de volumen constante, el traje no se manejaba con la misma facilidad cuando estaba con presión. Cálzate unas pesadas botas de pescador, ponte un abrigo y unos guantes de boxeo, encasquétate un cubo en la cabeza, y luego pide a alguien que te ate dos sacos de cemento sobre los hombros, y podrás saber lo que es un traje espacial a gravedad uno. Pero diez minutos después ya me las arreglaba bastante bien, y al cabo de media hora me parecía que lo había llevado toda la vida. El peso no era excesivo al estar bien repartido (y sabía que no sería tan grande en la Luna). El problema de las articulaciones era solo cuestión de acostumbrarse a un mayor esfuerzo. Me costó mucho más aprender a nadar.

Era un día que levantaba ampollas; salí y mire hacia el Sol.

El polarizador eliminó el resplandor y fui capaz de mirarlo directamente. Miré hacia un lado, el polarizador se normalizó y ya pude ver lo que había a mi alrededor.

Me mantenía frío. El aire, enfriado por la expansión semiadiabática (así lo ponía en el manual), enfriaba mi cabeza y corría por todo el traje, llevándose el calor corporal y el aire ya usado por las válvulas de escape. El manual explicaba que los elementos calefactores se conectaban muy pocas veces, puesto que el problema usual era el librarse del calor; decidí que conseguiría hielo seco para forzar una prueba del termostato y del calefactor. Probé todo cuanto se me ocurrió. Un riachuelo corría por detrás de nuestra casa, y tras él había un prado. Chapoteé en el agua, perdí pie y caí. Lo peor era que nunca podía ver dónde ponía los pies. Una vez que hube caído, me quedé así durante cierto tiempo, casi flotando, pero sumergido en gran parte. No me mojé, no sentí calor, no sentí frío, y mi respiración era tan fácil como siempre, aunque el agua brillara sobre mi casco. Salí con dificultad del agua y resbalé de nuevo, golpeando mi casco contra una roca. No hubo daños, Óscar estaba construido para resistirlo. Estiré mis rodillas debajo de mí, me levanté, y crucé el prado, tropezando con los desniveles pero sin volverme a caer. Allí había un pajar y me introduje en él hasta que quedé enterrado.

Aire fresco... ningún inconveniente, sin sudar.

Después de tres horas me despojé de él. El traje tenía dispositivos de emergencia como el traje de cualquier piloto, pero todavía no los había revisado, y por eso preferí salirme de él antes de que se agotara el aire. Cuando lo dejé colgado en el perchero que había construido, le di unos golpecitos en el yugo de los hombros.

-Óscar, eres perfecto -le dije-.

Si os ha gustado este pasaje de “Consigue un traje espacial, viajarás” de Robert A. Heinlein, os gustará esta entrada.

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